Exhibición de un conjunto de esculturas cuyo pequeño formato denota su función original en el contexto piadoso colonial: el uso privado. Las figuras de formato reducido (de hasta 40 cm. de alto) estaban destinadas, en la mayoría de los casos, a una función doméstica, es decir, eran veneradas sobre muebles o altares al interior de las casas o capillas anexas.
El pueblo colonial tomaba a sus santos muy en serio: eran sus protectores frente a la adversidad y en todas las circunstancias de la vida en esa época y también sus modelos para una existencia virtuosa, indispensable en una buena muerte y logro de la trascendencia.
En diferentes tamaños, técnicas y formatos, las imágenes hacían visibles y tangibles a los santos y figuras sagradas ante sus fieles devotos, a la vez que oraciones, jaculatorias, invocaciones, novenas y cánticos los acercaban oral y auditivamente para formar un contexto piadoso rico en estímulos y en proyecciones, en que la persona se sentía apoyada y consolada. La socialización de la piedad y la socialización a través de la piedad son dimensiones claves de la cultura virreinal hoy difíciles de aprehender.
La actual desacralización de la vida, la delimitación entre las esferas de lo público y lo privado con la consiguiente introyección de las funciones de la religión a la intimidad psíquica del individuo y la reclusión del culto a la interioridad de las iglesias, dificultan el entendimiento de esta interpenetración entre la fe y lo cotidiano, la piedad y la recreación; entre la ética y la estética que regula el acontecer cotidiano durante ese periodo.
En esta novena muestra de la Colección Gandarillas, la Universidad Católica ha querido dar a conocer esos vestigios de lo que hoy llamamos “religiosidad popular” tejida en torno a las imágenes; vida y muerte de esos humildes santos de madera pintada y adornada, muchos de ellos rescatados por Joaquín Gandarillas ante su inminente desaparición o desecho por desgaste, desconocimiento u olvido.
Recuperamos con ellos, románticamente, una parte del espíritu de lo popular, el folclor devocional, ese saber del pueblo en materia religiosa que nos encanta ahora por lo que, pensamos, es espontaneidad, pequeña creación improvisada, a partir de la intensidad de una vivencia religiosa primigenia y autóctona. Nos equivocamos, nos dicen la sociología y la antropología de la religión, la historiografía religiosa y artística, en algunas de estas presuposiciones. Tal vez no sea relevante en este caso “no tener razón” y dejarse llevar por esa suerte de encanto prístino que emana de la humilde santería aquí expuesta, concentrados en las remembranzas que nos suscita sobre las manifestaciones de la cultura popular, el mundo rural, la infancia o un personaje en particular. Pareciera que los problemas y disquisiciones del especialista no tuviesen lugar en ese mundo del arte devoto; que hubieran estado ausentes para esos artífices, cuyas obras hoy se muestran.
Sí, nos dejamos llevar en primera instancia por esa devoción seductora, envolvente en apariencia, por la simplicidad de su mensaje y el atractivo de sus formas. Pero es preciso pasar de este primer estadio de observación a uno más profundo, accediendo a la apreciación. Arrancar de unos ojos el destello de éxtasis, disponer el gesto de una mano por asirse al símbolo sagrado; lograr una tonalidad, una transparencia en la coloración de un paño de la vestimenta ritual de la imaginería, son señales religiosa, histórica y estéticamente provistas de sentido. Estas imágenes están impregnadas de “secretos”, conservados por siglos, de los que los artífices del Surandino no sólo participan sino que contribuyen a enriquecer y transmitir. Sólo en la era contemporánea el arte se ha dado en ocasiones el lujo –o el capricho- de remitir únicamente a sí mismo y de exhibir la improvisación y la espontaneidad como valores “establecidos”.
La imaginería, la santería virreinal es, en el área surandina, un arte menor, para quienes aún son interpelados por la jerarquización de los oficios estéticos- pero arte al fin, que opera con sus mensajes, formas, materiales y procedimientos en centros de producción urbanos o rurales que abarcan todas las áreas, hasta las más apartadas y cuya tradición remonta en el tiempo hasta la temprana Edad Media. Es entonces, tras el rigorismo de los primeros siglos, cuando la Iglesia acopia y da cauce a estas imágenes que configuran el cristianismo y que en la época del barroco americano ya conforman una rica trayectoria iconográfica y visual, con peripecias biográficas de sus protagonistas, milagros y portentos, producción escrita y testimonios de muertes dramáticas y ejemplarizantes, que constituyen parte crucial de la tradición y del legado de la Iglesia católica.
Santos y santas, desde los personajes cercanos y contemporáneos a Jesús, a santos del periodo barroco, se reúnen en estas vitrinas. San José, su padre adoptivo, encarnación de la castidad, pasa en el siglo XVI de ser un anciano decrépito a un modelo de padre joven, activo y preocupado de su hijo desde el Nacimiento en el Portal de Belén y durante su infancia, junto a la Virgen María, quien en su papel de madre, lo concibe, lo ama y acompaña desde el portal de Belén hasta su muerte y Resurrección. A San Juan Bautista el precursor, primo de Jesús, se le muestra como asceta vestido de piel de oveja, o tras su decapitación, con su cabeza patéticamente rebanada como circuló entre los comensales del banquete de Herodes. Los evangelistas, San Juan el discípulo amado, joven y bien parecido, imberbe y de largos cabellos, quien lo acompaña al Calvario y lo mira morir, consolado sólo por la esperanza de la Resurrección, se une a San Lucas, San Mateo y San Pablo, ya maduros con sus frentes amplias y la mirada aguda, sus ropajes dignamente plegados y pies descalzos, como señal de diligencia en el cumplimiento de su misión pastoral. La Magdalena, santificada tras su conversión, prototipo de la mujer arrepentida, donde opera el milagro de la gracia y del amor de Cristo y suscita particulares e intensas devociones femeninas. Mártires como San Esteban, lapidado por seguir a Cristo, se unen en la devoción popular a padres de la Iglesia como San Jerónimo, pensador y anacoreta, siempre recogido y escribiendo en su calidad de traductor de la Biblia al latín, conocida como la Biblia Vulgata. Las tempranas órdenes de mendicantes que encabeza la figura predilecta de San Francisco de Asís, el poverello, el pobrecito, cuyo magnetismo no reconoce épocas ni territorios en su mensaje de amor fraterno y universal a todas las creaturas, de ahí la fecundidad de su iconografía. Y la figura de San Antonio de Padua, es tan apreciado en la época como santo múltiple y milagroso que se lleva las preferencias populares en materia de amores, amoríos y cosas perdidas. Los dominicos se hacen presentes con Santo Domingo de Guzmán y con Santa Rosa de Lima, la primera santa americana patrona del Perú, de América y de Filipinas. Y los jesuitas están aquí representados por la figura transnacional y global de San Francisco Javier, evangelizador de India, Filipinas, Japón, muerto frente a las costas de la China cuando iniciaba la predicación del Evangelio en esas tierras.
Esta muestra - un séquito, una cohorte de santos y santos en madera y alabastro tallado y policromado preservado en la Colección Gandarillas - posibilita y motiva tanto el deleite contemplativo, como el ejercicio de la memoria de lo sacro, que habita en todos nosotros como la reflexión en torno a la piedad y su aporte a la identidad de América Latina y en particular de nuestra región.
Ignacio Sánchez D.
Rector
Inscripción a visitas guiadas gratuitas: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. o al 22354 6546
Fechas: | 13 de marzo al 11 de agosto de 2018 |
Horario: | Lunes a viernes 10 a 20 hrs. Sábados 11 a 19 hrs. |
Lugar: | Sala Joaquín Gandarillas Infante |
Entrada: | Entrada liberada |
Convenios: | -- |