Joan Fontcuberta se ha movido a lo largo de su trayectoria en la eterna ambigüedad de las imágenes; más de una vez afirma que el equívoco fotográfico es el reflejo del equívoco de lo real. Quizá esto se deba en parte a que la realidad es un ente vivo, un objeto que, como la madera, sufre los efectos del entorno.
La imagen padece cambios: nace, vive y muere. En este proceso se aleja de su origen, pierde su identidad e incluso su relación con el autor. Así, al tener un metabolismo propio, se encuentra ligada a los ámbitos socioculturales que posibilitan su realización y lectura, y finalmente sólo se debe al uso que haga de ella un espectador.
Hoy, en la época de la información, cuando hacer y transmitir imágenes es más fácil que nunca, nos encontramos que las imágenes ven alterado su metabolismo, siendo cada vez más vulnerables. Su verdad deja de ser tangible para convertirse en algo mutable, como un ser vivo en constante adaptación a un medio que también le puede ser hostil.
Quizá debamos parar y reordenar este tremendo tesauros de imágenes que viajan sin rumbo por la red, que vegetan como zombis por páginas y sitios vaciándose de su razón inicial, y que adquieren significados a veces antagónicos para aquellos que fueron creadas. Las imágenes han perdido el control de su vida, ya no son dueñas de ellas mismas. Sus autores ya no son reconocibles.
De las mutaciones de Gastropoda a las de Orogénesis en la obra de Joan Fontcuberta, lo único que cambia es la herramienta. La acción es la misma: el deterioro de su sistema precario ya sea a través de la alteración química de las estructuras del papel o de los algoritmos que sustentan la arquitectura digital. Así, las imágenes que el artista presenta son la consecuencia del paso del tiempo, de la modificación de lo que hemos llamado su ‘metabolismo’, es decir, de la pérdida de su herencia genética.
Sea por un caracol (lo natural), un algoritmo intencionadamente modificado (el artificio) o la socialización de un concepto a través de Google (la globalización y homogenización cultural), las imágenes se transforman involuntariamente y obligan a cuestionarnos una vez más si acaso reflejan la realidad o son engaños colectivos de autor desconocido.
Al, final nos encontramos perdidos en un mar de mutaciones iconográficas que desconocemos a qué mundo pertenecen, pero que por el sólo hecho de ser imágenes nos llevan a la eterna interrogante de si se refieren, o no, a alguna realidad.
Raimon Ramis
Curador